Hace unos cuatro años, el presidente de la Federación Peruana de Fútbol, Edwin Oviedo ???un empresario del azúcar y presidente del Juan Aurich de Chiclayo- tuvo un gesto imposible de olvidar: me llamó a mi casa y me pidió ir a Lima a conversar con él.
Fui y no solo una vez, ya que hice una docena de viajes. En ellos hablamos de muchísimos temas, incluso me presentó como miembro de una comisión asesora. Al final, tras la Copa América en Chile, el castigo de la FIFA me impidió ejercer algún cargo en esa Federación. Pero esto no me hizo olvidar su gesto. Me trató con una humildad impresionante, me escuchó con gran atención lo que le contaba.
Me era imposible decirle que no a su oferta
Entre anécdotas e ideas, todas las reuniones fueron un agrado, nunca un mal gesto ni una mala cara. Por eso, me era imposible decirle que no a su oferta de que lo asesorara en la contratación del director técnico para la Selección Nacional y en los trabajos posteriores para el desarrollo del fútbol.
Y cuando pudieron quedarse en el Viejo Mundo, se volvieron a embarcar y aquí formaron familia y crecieron nuestras raíces.
Me transmitieron, cada uno con su estilo, el cariño y amor que uno debe tener por su país, por su tierra, por su cultura y por su gente. Por todos, sin excepción.
Por eso, nunca me gustó la idea de emigrar, siempre privilegié vivir en Chile y nunca me he arrepentido de ello.
En su momento, incluso interrumpí el desarrollo de mi carrera profesional para venir a trabajar por nuestro fútbol, por aportar lo que en tantas partes había aprendido, para sumar y multiplicar los sueños de los 17 millones de chilenos.
Con ello en mente, me sería imposible competir contra lo mío. Me dolería el alma ver que a mí me va bien y que la gente de mi tierra sufre y llora. Sería imposible.